La Jornada/ Editorial
Las protestas que se desarrollaron ayer en más de 900 ciudades de 82 países han colocado en un nuevo nivel de visibilidad el descontento social que recorre el mundo en la hora presente, expresado en variedad de formas e intensidades: desde los disturbios registrados en Roma, Italia, que se saldaron con decenas de detenidos, hasta las expresiones pacíficas que tuvieron lugar en varias urbes mexicanas, pasando por el retorno de los indignados españoles a la Puerta del Sol, las movilizaciones masivas efectuadas en Chile –donde desde hace meses se desarrolla un movimiento estudiantil que demanda reformar el modelo educativo–, y el mensaje emitido en Londres por el fundador de Wikileaks, Julian Assange, ante cientos de inconformes.
Sin dejar de tomar en cuenta la heterogeneidad de las manifestaciones de descontento y el hecho de que cada expresión obedece a –y se ve afectada por– circunstancias específicas y dinámicas particulares de cada entorno, es claro que todas tienen denominadores comunes: el repudio de un sistema global agotado, que sacrifica el bienestar de las poblaciones en general para maximizar las utilidades de pequeños grupos de capitalistas y que tiene por práctica común el castigo a las mayorías cada vez que hay dificultades económicas; el hartazgo de sectores sociales excluidos de la economía y de la política formal, y despojados de futuro, de perspectivas y de un lugar en el mundo; la inconformidad ante regímenes políticos que han permitido y auspiciado la grotesca concentración de la riqueza en unas cuantas manos y que han sido capaces de cooptar y desvirtuar los proyectos de transformación social y política, como ocurrió en Estados Unidos con las fallidas promesas de cambio del gobierno de Barack Obama.
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