El movimiento de los jornaleros del Valle
de San Quintín, estallado en la madrugada del pasado 17 de marzo, es el
despertar de uno de los sectores más pobres y explotados del país, cuya
situación infrahumana nos conduce a revivir las condiciones en que
subsistían hace más de un siglo los hombres del campo, quienes cansados
de dejar su vida en los surcos a cambio de mendrugos decidieron tomar el
camino de las armas para dar un giro contra el tiránico régimen de
Porfirio Díaz, que otorgaba todas las garantías y privilegios a los
hacendados extranjeros y del país para enriquecerse a costa del hambre y
la miseria de miles de mexicanos, para quienes las leyes no existían.
Hoy, en pleno siglo XXI, y de manera indignante, estamos en el mismo
punto de partida.
¿Qué
produjo esta inadmisible regresión social en México? ¿Cómo es posible
que los gobiernos, legisladores y autoridades de todos los partidos
hayan permitido la acumulación de injusticias de tales dimensiones, al
grado de consentir una autorizada esclavitud, no únicamente en los
campos agrícolas de Baja California, sino otras entidades como Jalisco,
Colima y Baja California Sur, donde en esta última, en municipio de
Comondú, el propio secretario de Trabajo y Previsión Social, Alfonso
Navarrete Prida, aceptó la inhumana explotación de indígenas
tarahumaras?
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