Opinion/ La Jornada / José Antonio Almazán González
Con incrementos superiores a 125 por ciento en el precio medio de la tarifa doméstica, entre 138 y 144 por ciento en tarifa industrial, 107 por ciento en tarifa comercial, 81 por ciento en agrícolas y 83 por ciento en servicios, de 2000 a la fecha la electricidad en México se ha convertido en una mercancía de lujo que coloca a más de 31 millones de usuarios domésticos en la disyuntiva mensual de pagas la luz o comes”, contradiciendo una de las muchas promesas incumplidas de Calderón, quien en 2006 se comprometió a bajar el precio de la electricidad.
Estos desorbitados incrementos colocan a México en el rango de los países con las tarifas eléctricas más caras del mundo –muy por encima del incremento del Índice Nacional de Precios al Consumidor (59 por ciento) y del “crecimiento” de los salarios mínimos (54 por ciento) en los últimos 11 años–. Todo ello a consecuencia de la creciente privatización de la industria eléctrica iniciada por el priísta Carlos Salinas de Gortari en 1992, en virtud de la cual CFE avanza hacia una bancarrota similar a la provocada deliberadamente para extinguir Luz y Fuerza del Centro y golpear criminalmente al SME.
Los únicos “ganones” son las empresas privadas extranjeras, como Iberdrola, Mitsubishi, Unión Fenosa, cuya sola presencia vulnera el párrafo sexto del artículo 27 constitucional. Los perdedores son la nación y el pueblo de México. En este contexto, hablar de renacionalización de la industria eléctrica y una tarifa eléctrica justa pareciera remontarnos a los años 60, cuando las ligas de consumidores electricistas y el SME, expresando el descontento popular, pero también de sectores empresariales, demandaron y lograron con el gobierno del presidente Adolfo López Mateos la nacionalización eléctrica.
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